Práctica II: autobiografía lectora y audiovisual.

Cuando me enteré de que se había decretado un estado de alarma, no lo podía creer del todo. La pandemia, en un primer momento, supuso una dosis de realidad y madurez para la que no estaba preparado en unos días en los que era un joven que aspiraba, como mucho, a aprobar ese año 1º de bachillerato ("y ya veremos al que viene").

En ese curso, mi primera evaluación en el instituto había pasado, como de costumbre, sin pena ni gloria: un aprobado por aquí, un casi suspenso por allá, un "vigila las faltas de ortografía" si quieres más nota... Sin embargo, aunque todavía no lo supiera, las lecturas que me había recomendado nuestro nuevo profesor de Literatura Universal me iban a cambiar la vida. Todo el primer trimestre, y lo que llevaba del segundo, estuve rastreando las huellas de los autores clásicos en la gran pantalla por petición de este nuevo profesor. Podía pasarme casi toda la noche de un viernes y un sábado viendo el Hamlet de Keneth Branah o imaginando a los caballeros Jedi, que tanto le gustaban a mi padre desde que era niño, luchando contra Arturo y sus caballeros en las desérticas dunas de Tatooine.

En mi casa siempre se veía cine, como solía decir mi madre, "de verdad". Por eso siempre tenía que esconderme en mi habitación, por la noche, como quien comete un delito, para ver la película de superhéroes del momento, o para descubrir lo malas que eran las típicas películas de adolescentes americanos. Creo que esto fue lo que me hizo saber que, tanto la literatura como el cine, tienen que pertenecer al ámbito del placer, algo que nunca me habían enseñado ni mis padres, ni mis antiguos profesores del instituto. Pues, ¿a qué adolescente le puede gustar leer por obligación, aunque se trate de la mejor obra de la literatura en lengua castellana? A mí, desde luego, no me gustaba.

Serían las doce del mediodía cuando recibí un whatsapp de mi madre contándomelo todo y pidiéndome que volviese pronto a casa del instituto. Ese viernes fui teniendo la sensación de que la mejor parte de mi juventud se estaba yendo al traste, al tiempo que iba apareciendo en la tele Pedro Sánchez con un comunicado cada vez más restrictivo.

Lo que no sabía por aquel entonces era que, gracias a mi profesor de Literatura Universal, mi cuarentena me sirvió para encontrar, en las historias más auténticas que jamás había visto y leído, un bálsamo sin el que, hoy por hoy, no podría seguir viviendo.





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